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martes, 19 de mayo de 2020

La esclavitud femenina - John Stuart Mill



Sinopsis:

En palabras de Emilia Pardo Bazán, éste es un «libro extraño, radical, fresco y ardoroso, que en nombre del individualismo reclama la igualdad de los sexos y que con el más exacto raciocinio y la más apretada dialéctica pulveriza los argumentos y objeciones que pudiesen oponerse a la tesis.»

La esclavitud femenina es uno de los primeros tratados de la historia del pensamiento que aborda la igualdad entre los sexos desde múltiples perspectivas, escrito por uno de los pensadores que contribuyó a establecer las bases ideológicas de las actuales democracias occidentales. Escrito en plena época del conservadurismo victoriano inglés, la obra muestra que la lucha por la igualdad de la mujer viene desde muy atrás. Sin embargo, hoy es un libro casi olvidado —a pesar de que éste sea un tema de máxima actualidad y debate en la sociedad española— que merece ser difundido y, además, en la magnífica traducción y con el prólogo de Emilia Pardo Bazán, una de las primeras mujeres españolas que lucharon abiertamente por la igualdad entre los sexos en nuestro país.


           Reseña:

Stuart Mill es un hombre muy adelantado a su época, pudiera ser por su tan esmerada educación, pues desde pequeño, leía los clásicos en varios idiomas y manejaba muy bien la filosofía utilitarista. Ha escrito una excelente obra feminista, en todos los aspectos, siendo hombre y en un país como lo es Gran Bretaña, donde las costumbres son importantes y el seguimiento a la ley, aún más, es cosa difícil.

Muchos se preguntaban si otro hombre le había ayudado con tan locas ideas, pero parece que no. Más bien, su señora esposa fue quien metió mano en este ensayo, con sus pensamientos adelantados a su época, poco femeninos, podrían decir las féminas que le rodeaban. Lo cierto, es que era una mujer muy versada en temas políticos, culturales, y filosóficos. Tal comunión con la saber debió llevar muy de la mano a este matrimonio prodigioso. Pero no demos muchas vueltas, comencemos con el contenido.

El autor comienza explicando que, la ley antigua, que no es otra que la moral, autorizaba al esposo para hacer de su esposa cuanto quisiera, además sus bienes no le pertenecían, pues toda ella y sus accesorios dependían por completo del esposo. Dándole una condición de esclava a todo tiempo, pues debía estar al pendiente de su marido las veinticuatro horas del día siete días de la semana. Y bueno, cometa que la esclavitud era normal en la época de Aristóteles, pero de eso ya hace bastante tiempo.

Pide que se le de a la mujer el derecho al sufragio, pues dice, es un derecho que atañe a todos. Si mucho antes, las sociedades en lugar de darle el poder al hombre, se lo hubieran dado a la mujer o, si no existiera el hombre, tal vez habrían desarrollado al máximo su cuerpo y mente, pues a la mayoría se le vedaba en esa época el estudio. Su papel es el de la mujer abnegada que está al frente del hogar y de los hijos, ¿pero es todo lo que la mujer desea?

No sé, me recuerda un poco al Varón domado, no dudo que la autora haya leído este libro, y tomara demasiadas ideas para su creación.

Aborda el tema de la literatura, que como ya sabemos, nace de la creación del hombre. Por lo tanto, la mujer no está innovando, pero está incursionando en un nuevo terreno fuera de la cocina, que ya es algo. Hay unas tan aventadas que lanzan grandes monólogos en contra de la falta de libertad femenina, pero es hasta ahí que llegan, pues la sociedad y las leyes no les permiten nada más. Les llama literatas esclavistas, pues la mayoría solo adula al hombre y no aporta otra cosa.

En fin, el opina que ya es tiempo de cambiar las leyes, para que las mujeres puedan estudiar e incursionar en profesiones, pues ya se ha demostrado (la reina de Inglaterra) que son aptas para otras cosas, y no solo para amas de casa. Que las leyes les den derechos para poder defenderse de sus maridos tiranos, que puedan elegir ellas mismas sus esposos y no sus padres. Comenta que no hay diferencias mentales entre el hombre y la mujer, que ambos son iguales y que no existe ninguna prueba de lo que afirman en su época, que el cerebro de la mujer es mas pequeño que el del hombre.

Un libro que clama por ayuda hacia el ser humano indefenso: la mujer. ¿Qué pasaría si el autor caminara en estos días por nuestras calles? Sin duda, se sentiría feliz.


Frases:


Cuán dulce pedazo de paraíso el matrimonio de dos personas instruidas, que profesan las mismas opiniones, tienen los mismos puntos de vista, y son iguales con la superior igualdad que da la semejanza de facultades y aptitudes, y desiguales únicamente por el grado de desarrollo de estas facultades;

Cuando en 1867 presentó a la Cámara de los Comunes el proyecto de ley pidiendo para la mujer el derecho de sufragio, la minoría que votó con él fue lucida e imponente, y general la sorpresa de sus adversarios viendo que no podían tildarle de extravagancia.

«La ley antigua, pero no lejana, autorizaba al marido para castigar a la esposa, y aquél respondía de los delitos de ésta cometidos en su presencia. Los bienes de la mujer casada eran inalienables, aun contando con su voluntad, y no había que pensar en que ella pudiera reservarse la disposición de su hacienda, ni hacer suyos los gananciales. Únicamente el padre tenía potestad sobre sus hijos, y la mujer abandonada carecía del derecho de pedir alimentos. La investigación de la paternidad estaba absolutamente prohibida, lo mismo que el ejercicio de la tutela por la mujer. No existía garantía alguna contra la seducción de la menor desamparada, y en el taller de la fábrica obscura y malsana se sacrificaba silenciosamente la salud y el pudor de la obrera, peor retribuida y más desconsiderada que el varón».

Siempre la necesidad de la prueba incumbe al que afirma.
Este régimen proviene de que, desde los primeros días de la sociedad humana, la mujer fue entregada como esclava al hombre que tenía interés o capricho en poseerla, y a quien no podía resistir ni oponerse, dada la inferioridad de su fuerza muscular

es el estado primitivo de esclavitud, que se perpetúa a través de una serie de endulzamientos y modificaciones, debidas a las mismas causas que han ido puliendo cada vez más las maneras y las costumbres, y sometiendo en cierto modo, las acciones de los hombres al dictado de la justicia y a la influencia de las ideas humanitarias;

Que se fijen también en lo que hay de particular y característico en el problema que tratamos, y comprenderán fácilmente que este fragmento de los derechos fundados en la fuerza, aunque haya modificado sus rasgos más atroces y se haya dulcificado poco a poco y aparezca hoy en forma más benigna y con mayor templanza, es el último en desaparecer, y que este vestigio del antiguo estado social sobrevive ante generaciones que teóricamente no admiten sino instituciones basadas en la justicia.

No saben nuestros contemporáneos que en los primeros siglos la ley de la fuerza reinaba sin discusión, que se practicaba públicamente, de un modo franco, y no diré con cinismo y sin pudor,

La historia nos obliga a pensar mal, por triste experiencia, de la especie humana, cuando nos enseña con qué rigurosa proporción las consideraciones, la honra, los bienes y la felicidad de una clase dependieron siempre de su poder para defenderse e imponerse.

Los estoicos fueron los primeros (salvo tal vez los judíos) en enseñar que los amos tenían para con sus esclavos obligaciones morales que cumplir.

que instituciones y costumbres sin más fundamento que la ley de la fuerza, se conservan en épocas en que ya son un anacronismo, y en que a nadie se le ocurriría establecerlas, porque pugnan con nuestras actuales creencias y opiniones.

En Inglaterra estamos plenamente convencidos de que el despotismo militar no es más que forma de la ley de la fuerza, sin otro título de legitimidad.

¡Qué diferencia entre estos poderes y el del hombre sobre la mujer! No prejuzgo la cuestión de si es justificable: demuestro únicamente que, aún no siéndolo, tiene que perseverar más que otros géneros de dominación que se han perpetuado hasta nosotros.

Por eso es más intenso el deseo de este poder: porque quien desea el poder quiere ejercerle sobre los que le rodean, con quienes pasa la vida, personas a quienes está unido por intereses comunes, y que si se declarasen independientes de su autoridad, podrían aprovechar la
Si algún sistema de privilegio y de servidumbre forzada ha remachado el yugo sobre el cuello que hace doblar, es éste del dominio viril.

Hubo un tiempo en que las mentes más innovadoras juzgaban natural la división de la especie humana en dos secciones; una muy reducida, compuesta de amos, otra muy numerosa, compuesta de esclavos; y este pensaban que era el único estado natural de la raza.

Pensó que había en la humanidad diferentes categorías de hombres, los unos libres, los otros esclavos; que los griegos eran de naturaleza libre, y las razas bárbaras, los tracios y los asiáticos, de naturaleza esclava a nativitate.

Desde las más remotas edades, la ley de la fuerza ha parecido siempre, a los que no tenían otra que invocar, fundamento propio de la autoridad y del mando.

La subordinación de la mujer al hombre es una costumbre universal, viejísima: cualquier derogación de esta costumbre parece, claro está, contra natura.

Los griegos no consideraban la independencia de la mujer tan contraria a la naturaleza como los demás pueblos antiguos, a causa de la fábula de las Amazonas, que creían histórica,

Pero —se me dirá— la dominación del hombre sobre la mujer difiere de los demás géneros de dominación, en que el dominador no emplea la fuerza; es un señorío voluntariamente aceptado: las mujeres no se quejan, y de buen grado se someten.

Todas las condiciones sociales y naturales concurren para hacer casi imposible una rebelión general de la mujer contra el poder del hombre.

Los hombres no se contentan con la obediencia de la mujer: se abrogan un derecho posesorio absoluto sobre sus sentimientos.

Los amos de las mujeres exigen más que obediencia: así han adulterado, en bien de su propósito, la índole de la educación de la mujer, que se educa, desde la niñez, en la creencia de que el ideal de su carácter es absolutamente contrario al del hombre; se la enseña a no tener iniciativa, a no conducirse según su voluntad consciente, sino a someterse y ceder a la voluntad del dueño.

¿Cuál es, en realidad, el carácter peculiar del mundo moderno? ¿Qué es lo que más distingue las instituciones, las ideas sociales, la vida de los tiempos modernos, de la de los pasados y caducos? Que el hombre ya no nace en el puesto que ha de ocupar durante su vida; que no está encadenado por ningún lazo indisoluble, sino que es libre para emplear sus facultades y aprovechar las circunstancias en labrarse la suerte que considere más grata y digna.

En la actualidad, en los países más adelantados, las incapacidades de la mujer son, con levísimas excepciones, el único caso en que las leyes y las instituciones estigmatizan a un individuo al punto de nacer, y decretan que no estará nunca, durante toda su vida, autorizado para alcanzar ciertas posiciones.

Ya he dicho que la dignidad real es una excepción; pero todo el mundo está penetrado de que esta excepción es una anomalía en el mundo moderno, que se opone a sus costumbres y a sus principios,

Si se hubiesen encontrado sociedades compuestas de hombres sin mujeres, o de mujeres sin hombres, o de hombres y mujeres sin que éstas estuviesen sujetas a los hombres, podría saberse algo positivo acerca de las diferencias intelectuales o morales que puede haber en la constitución de ambos sexos.

Lo que se llama hoy la naturaleza de la mujer, es un producto eminentemente artificial; es el fruto de una compresión forzada en un sentido, y de una excitación preternatural en otro.

Y todavía juzgo más imposible llegar a conocer a una mujer sometida a la autoridad conyugal, a quien hemos enseñado que su deber consiste en subordinarlo todo al bienestar y al placer de su marido y a no dejarle ver ni sentir en su casa más que lo agradable y halagüeño.

Fue ayer, como quien dice, cuando las mujeres adquirieron por su talento literario o por consentimiento de la sociedad, el derecho de dirigirse al público.

«El hombre puede desafiar la opinión; la mujer debe someterse a ella».

La mayor parte de lo que las mujeres escriben es pura adulación para los hombres. Si la que escribe no está casada, diríase que escribe para encontrar marido. Bastantes mujeres, casadas o no, van más allá, y propalan, en favor de la esclavitud de su sexo, ideas tan serviles, que no dijera tanto ningún hombre, ni el más vulgar y estólido.

Al principio se apresaba a las mujeres por fuerza, o el padre las vendía al marido.

Una vez casado, el hombre tenía en otro tiempo (antes del cristianismo), derecho de vida y muerte sobre su mujer. Esta no podía invocar la ley contra él;

En las antiguas leyes de Inglaterra, el marido se titulaba señor de su mujer, era literalmente su soberano, de modo que el asesinato de un hombre, cometido por su mujer, se llamaba traición y se imponía a la culpable la pena de ser quemada viva.

En la ley romana, por ejemplo, el esclavo podía tener un pequeño peculio suyo, para su uso exclusivo, defendido hasta cierto punto por la ley.

es preciso que la renta pase por manos de la esposa; pero si el marido se la arranca con la violencia, no incurre en ninguna pena, y no se le puede obligar a la devolución

El marido y la mujer no forman más que una persona legal, lo cual significa que todo lo de ella es de él, pero no que todo lo de él es de ella;

Es raro que un esclavo, a menos de estar unido a la persona de su amo, sea esclavo a toda hora y a cada minuto; en general tiene el esclavo, como el soldado, su tarea o su tiempo de obedecer; cumplida esa tarea, dispone, hasta cierto punto, de su tiempo, hace vida de familia, en la cual rara vez se mezcla el amo.

Según la ley, los hijos son del marido; él sólo tiene sobre ellos derechos legales; ella no puede nada sin autorización del marido; y aun después de la muerte de éste, la mujer no es custodio legal de sus hijos, a menos que el marido expresamente la encargue de ello.

ahora me limito a indicar que, para quien no tiene más destino que la servidumbre, no hay otro medio de atenuar el rigor de ésta —y es medio insuficiente aún— que el derecho de escoger y desechar libremente el amo.

Si la vida conyugal fuese todo lo que puede ser desde el punto de vista legal, la sociedad sería un infierno en la tierra.

Pero las leyes se hacen porque existen también hombres malos.

El malhechor más vil tiene una miserable mujer, y contra ella puede permitirse todas las atrocidades, excepto el asesinato, y aun si es diestro puede hacerla perecer sin miedo a la sanción penal.

la idea de que la ley se la entrega como cosa, para usar de ella a discreción, sin obligación de respetarla como a los demás individuos.

Los hombres más vulgares reservan el lado violento y cócora de su carácter abiertamente egoísta para los que no tienen poder bastante a resistirlos.

El poder que tiene la mujer de hacerse desagradable, da por resultado el de establecer una contra-tiranía y causar víctimas en el otro sexo, sobre todo en los maridos menos inclinados a erigirse en tiranos.

La educación moral de la sociedad se hizo hasta hoy por la ley de la fuerza, y no se ha adoptado sino para las relaciones por la fuerza creadas. En los estados sociales menos adelantados

La moral de los primeros siglos descansaba en la obligación de someterse a la fuerza; más tarde descansó sobre el derecho del débil a la protección y a la tolerancia del fuerte.

Siempre ocurre que la humanidad no prevé sus propios cambios, no nota que sus sentimientos se derivan del pasado, y no del porvenir. Ver el porvenir ha sido siempre privilegio del hombre superior, o de sus adeptos; sentir como las gentes futuras, es la gloria y el tormento de un corto número de escogidos.

Nos cuentan que San Pablo dijo: «Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos». También dijo a los esclavos: «Obedeced a vuestros amos».

Hay que suponer que las mujeres son aptas para esta elección, puesto que la ley les concede derecho electoral en el caso más grave para ellas. La ley permite a la mujer que escoja el hombre que debe gobernarla hasta el fin de su vida, y siempre supone que esta elección se ha hecho voluntariamente.

Eliminemos desde luego toda consideración psicológica que tire a probar que las supuestas diferencias mentales entre el hombre y la mujer no son sino efecto natural de diferencias de educación, y, lejos de indicar una inferioridad radical, prueban que en su naturaleza no existe ninguna fundamental diferencia.

prueba positiva no admite réplica. No cabe deducir que ninguna mujer podrá jamás ser un Homero, un Aristóteles, un Miguel Ángel o un Beethoven, por la razón de que ninguna mujer haya producido hasta el día obras maestras comparables a las de esos poderosos genios, en los géneros en que brillaron.

La historia inscribe en sus anales corto número de reinas en comparación con el de reyes; y aún dentro de este corto número, la proporción de las mujeres que han mostrado genio para gobernar es mucho mayor que el del hombre, aun cuando muchas reinas han ocupado el trono en circunstancias bien difíciles.

Consideremos las facultades intelectuales que suelen caracterizar a las mujeres de gran talento: son facultades propias para la práctica, y en la práctica se cifran.

las únicas mujeres adornadas con los conocimientos propios para generalizar ideas, son las que se han instruido a sí mismas, las autodidactas),

preguntemos si a los hombres de temperamento nervioso se les considera incapacitados para las funciones y ocupaciones que suelen desempeñar en sociedad los individuos de su sexo.

No veo sombra de razón para dudar que la mujer se igualaría al hombre, si su educación tendiese a corregir las flaquezas de su temperamento en lugar de agravarlas, como sucede en el día.

Todavía no se ha probado que el cerebro de la hembra sea más pequeño que el del varón.

Los ingleses, más que otra nación, obran y sienten por regla, patrón y compás.

Aspasia no ha dejado escritos filosóficos; pero se sabe que Sócrates recibió de ella lecciones muy provechosas.

Cuando la mujer haya acumulado la suma de conocimientos que necesita el hombre para sobresalir en un terreno original, será ocasión de juzgar por experiencia si puede o no ser original la mujer.

Toda mujer que escribe es discípula de grandes escritores del otro sexo.

En la actualidad hay pocas mujeres, muy pocas, que pinten por oficio, y las que lo realizan comienzan a mostrar tanto talento como los émulos varones.

Sí; el tocador como deber se traga gran parte del tiempo y del vigor mental que la mujer pudiera reservar para otros usos[4].

la mujer, sea por causas artificiales, sea por naturaleza, siente rara vez el ansia de celebridad.

mientras a la mujer no sólo toda ambición le está vedada, sino que el deseo de fama se toma en la mujer por descaro y osadía.

Las mujeres son hoy los únicos seres humanos en quienes la sublevación contra las leyes establecidas se mira mal, se juzga subversiva y reprobable, como en otro tiempo el que un súbdito practicase el derecho de insurrección contra su rey.

La ley de la servidumbre en el matrimonio es una monstruosa contradicción, un mentís a todos los principios fundamentales de la sociedad moderna y a toda la experiencia en que se apoyó para deducirlos y aplicarlos.

Toda persona realmente ilustrada comprende los efectos corruptores del despotismo.

la servidumbre, que es madre de lo que llamamos galantería.

La relación del marido con la mujer se parece mucho a la del señor con sus vasallos; sólo que la mujer está obligada a mayor obediencia todavía para con su marido, de lo que nunca estuvo el vasallo con el señor feudal.

Gran parte está dedicada, y seguirá estándolo, al gobierno de la casa y a algunas ocupaciones más, que ya son accesibles a la mujer; el resto se beneficia indirectamente, en mucha parte en forma de influencia personal de una mujer sobre un hombre.

La influencia de las madres en la formación del carácter de sus hijos y el deseo de los muchachos de lucirse ante las mocitas, han ejercido en todas partes, y desde que hay memoria, acción fortísima sobre el carácter masculino, apresurando los más trascendentales progresos de la civilización.

Las mujeres concurrieron poderosamente a difundir entre los conquistadores bárbaros la religión cristiana, religión mucho más favorable a la mujer que todas cuantas la habían precedido.

los verdaderos fundamentos de la vida moral en los tiempos modernos, son o deben ser la justicia y la prudencia; el respeto de cada uno al derecho de todos, y la aptitud de cada cual para mirar por sí y bandeárselas.

los principios que se enseñan a la mujer son en su mayor parte negativos; prohíben esto, aquello o lo de más allá, pero no se meten en imprimir dirección general a los pensamientos y a las acciones de la mujer.

Una mujer nacida en la actual situación femenina y que no aspira a más, ¿cómo ha de poder estimar el valor moral de la independencia? Ni es independiente ni aprendió a serlo; su destino es esperarlo todo de los demás;

¡Quien posee mujer e hijos, ha dado rehenes a la opinión del mundo! La aprobación de la muchedumbre puede ser indiferente al hombre honrado, pero a la mujer le importa muchísimo.

Merced a la educación que recibe la mujer, rara vez pueden los cónyuges unirse en simpatía real de gustos y deseos en las cuestiones diarias.

cuando uno de los esposos es inferior al otro en capacidad mental y en educación, y el superior no trata de elevar hasta sí al compañero, la influencia total de la unión íntima es funesta al desarrollo del superior, y tanto más funesta cuanto más se aman y más confunden sus existencias los cónyuges.

Así es que el marido deseoso de comunión intelectual, encuentra, para satisfacerse, una comunión en que no aprende nada; una compañía que no perfecciona, que no estimula, ocupa el lugar de la que tendría que buscar si viviese solo: la sociedad de sus iguales por la inteligencia a por la elevación de miras.

Mujer que no impulsa a su marido hacia delante, le estaciona o le echa atrás.

La regeneración moral del género humano no empezará realmente hasta que la relación social más fundamental se someta al régimen de la igualdad,

la libertad es la aspiración perpetua y el bien supremo de la naturaleza humana.

El deseo del poder y el amor de la libertad, están en perpetuo antagonismo.

Para estas mujeres y para aquellas que languidecen toda su vida en la penosa convicción de una educación frustrada y de una actividad que no ha podido manifestarse y tener condigno empleo, no hay otro recurso en los últimos años sino la religión y la beneficencia.

Con unos ocho años ya había leído las fábulas de Esopo, la Anábasis de Jenofonte y las Historias de Heródoto en su idioma original; y también conocía ya a Luciano, Diógenes, Isócrates y seis diálogos de Platón.


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