Sinopsis:
En palabras de Emilia
Pardo Bazán, éste es un «libro extraño, radical, fresco y
ardoroso, que en nombre del individualismo reclama la igualdad de los sexos y
que con el más exacto raciocinio y la más apretada dialéctica pulveriza los argumentos
y objeciones que pudiesen oponerse a la tesis.»
La esclavitud femenina es uno de los primeros tratados de la historia del pensamiento que aborda la igualdad entre los sexos desde múltiples perspectivas, escrito por uno de los pensadores que contribuyó a establecer las bases ideológicas de las actuales democracias occidentales. Escrito en plena época del conservadurismo victoriano inglés, la obra muestra que la lucha por la igualdad de la mujer viene desde muy atrás. Sin embargo, hoy es un libro casi olvidado —a pesar de que éste sea un tema de máxima actualidad y debate en la sociedad española— que merece ser difundido y, además, en la magnífica traducción y con el prólogo de Emilia Pardo Bazán, una de las primeras mujeres españolas que lucharon abiertamente por la igualdad entre los sexos en nuestro país.
Reseña:
Stuart Mill es un hombre muy adelantado a su época, pudiera ser por su
tan esmerada educación, pues desde pequeño, leía los clásicos en varios idiomas
y manejaba muy bien la filosofía utilitarista. Ha escrito una excelente obra
feminista, en todos los aspectos, siendo hombre y en un país como lo es Gran
Bretaña, donde las costumbres son importantes y el seguimiento a la ley, aún
más, es cosa difícil.
Muchos se preguntaban si otro hombre le había ayudado con tan locas
ideas, pero parece que no. Más bien, su señora esposa fue quien metió mano en
este ensayo, con sus pensamientos adelantados a su época, poco femeninos,
podrían decir las féminas que le rodeaban. Lo cierto, es que era una mujer muy
versada en temas políticos, culturales, y filosóficos. Tal comunión con la
saber debió llevar muy de la mano a este matrimonio prodigioso. Pero no demos
muchas vueltas, comencemos con el contenido.
El autor comienza explicando que, la ley antigua, que no es otra que la
moral, autorizaba al esposo para hacer de su esposa cuanto quisiera, además sus
bienes no le pertenecían, pues toda ella y sus accesorios dependían por
completo del esposo. Dándole una condición de esclava a todo tiempo, pues debía
estar al pendiente de su marido las veinticuatro horas del día siete días de la
semana. Y bueno, cometa que la esclavitud era normal en la época de
Aristóteles, pero de eso ya hace bastante tiempo.
Pide que se le de a la mujer el derecho al sufragio, pues dice, es un
derecho que atañe a todos. Si mucho antes, las sociedades en lugar de darle el
poder al hombre, se lo hubieran dado a la mujer o, si no existiera el hombre,
tal vez habrían desarrollado al máximo su cuerpo y mente, pues a la mayoría se
le vedaba en esa época el estudio. Su papel es el de la mujer abnegada que está
al frente del hogar y de los hijos, ¿pero es todo lo que la mujer desea?
No sé, me recuerda un poco al Varón domado, no dudo que la autora haya
leído este libro, y tomara demasiadas ideas para su creación.
Aborda el tema de la literatura, que como ya sabemos, nace de la
creación del hombre. Por lo tanto, la mujer no está innovando, pero está
incursionando en un nuevo terreno fuera de la cocina, que ya es algo. Hay unas
tan aventadas que lanzan grandes monólogos en contra de la falta de libertad
femenina, pero es hasta ahí que llegan, pues la sociedad y las leyes no les
permiten nada más. Les llama literatas esclavistas, pues la mayoría solo adula
al hombre y no aporta otra cosa.
En fin, el opina que ya es tiempo de cambiar las leyes, para que las
mujeres puedan estudiar e incursionar en profesiones, pues ya se ha demostrado
(la reina de Inglaterra) que son aptas para otras cosas, y no solo para amas de
casa. Que las leyes les den derechos para poder defenderse de sus maridos tiranos,
que puedan elegir ellas mismas sus esposos y no sus padres. Comenta que no hay
diferencias mentales entre el hombre y la mujer, que ambos son iguales y que no
existe ninguna prueba de lo que afirman en su época, que el cerebro de la mujer
es mas pequeño que el del hombre.
Un libro que clama por ayuda hacia el ser humano indefenso: la mujer. ¿Qué
pasaría si el autor caminara en estos días por nuestras calles? Sin duda, se
sentiría feliz.
Frases:
Cuán dulce
pedazo de paraíso el matrimonio de dos personas instruidas, que profesan las
mismas opiniones, tienen los mismos puntos de vista, y son iguales con la
superior igualdad que da la semejanza de facultades y aptitudes, y desiguales
únicamente por el grado de desarrollo de estas facultades;
Cuando en
1867 presentó a la Cámara de los Comunes el proyecto de ley pidiendo para la
mujer el derecho de sufragio, la minoría que votó con él fue lucida e
imponente, y general la sorpresa de sus adversarios viendo que no podían
tildarle de extravagancia.
«La ley
antigua, pero no lejana, autorizaba al marido para castigar a la esposa, y
aquél respondía de los delitos de ésta cometidos en su presencia. Los bienes de
la mujer casada eran inalienables, aun contando con su voluntad, y no había que
pensar en que ella pudiera reservarse la disposición de su hacienda, ni hacer
suyos los gananciales. Únicamente el padre tenía potestad sobre sus hijos, y la
mujer abandonada carecía del derecho de pedir alimentos. La investigación de la
paternidad estaba absolutamente prohibida, lo mismo que el ejercicio de la
tutela por la mujer. No existía garantía alguna contra la seducción de la menor
desamparada, y en el taller de la fábrica obscura y malsana se sacrificaba
silenciosamente la salud y el pudor de la obrera, peor retribuida y más
desconsiderada que el varón».
Siempre la
necesidad de la prueba incumbe al que afirma.
Este régimen
proviene de que, desde los primeros días de la sociedad humana, la mujer fue
entregada como esclava al hombre que tenía interés o capricho en poseerla, y a
quien no podía resistir ni oponerse, dada la inferioridad de su fuerza muscular
es el estado
primitivo de esclavitud, que se perpetúa a través de una serie de
endulzamientos y modificaciones, debidas a las mismas causas que han ido
puliendo cada vez más las maneras y las costumbres, y sometiendo en cierto
modo, las acciones de los hombres al dictado de la justicia y a la influencia
de las ideas humanitarias;
Que se fijen
también en lo que hay de particular y característico en el problema que
tratamos, y comprenderán fácilmente que este fragmento de los derechos fundados
en la fuerza, aunque haya modificado sus rasgos más atroces y se haya
dulcificado poco a poco y aparezca hoy en forma más benigna y con mayor
templanza, es el último en desaparecer, y que este vestigio del antiguo estado
social sobrevive ante generaciones que teóricamente no admiten sino
instituciones basadas en la justicia.
No saben
nuestros contemporáneos que en los primeros siglos la ley de la fuerza reinaba
sin discusión, que se practicaba públicamente, de un modo franco, y no diré con
cinismo y sin pudor,
La historia
nos obliga a pensar mal, por triste experiencia, de la especie humana, cuando
nos enseña con qué rigurosa proporción las consideraciones, la honra, los
bienes y la felicidad de una clase dependieron siempre de su poder para
defenderse e imponerse.
Los estoicos
fueron los primeros (salvo tal vez los judíos) en enseñar que los amos tenían
para con sus esclavos obligaciones morales que cumplir.
que
instituciones y costumbres sin más fundamento que la ley de la fuerza, se
conservan en épocas en que ya son un anacronismo, y en que a nadie se le
ocurriría establecerlas, porque pugnan con nuestras actuales creencias y
opiniones.
En
Inglaterra estamos plenamente convencidos de que el despotismo militar no es
más que forma de la ley de la fuerza, sin otro título de legitimidad.
¡Qué
diferencia entre estos poderes y el del hombre sobre la mujer! No prejuzgo la
cuestión de si es justificable: demuestro únicamente que, aún no siéndolo,
tiene que perseverar más que otros géneros de dominación que se han perpetuado
hasta nosotros.
Por eso es
más intenso el deseo de este poder: porque quien desea el poder quiere
ejercerle sobre los que le rodean, con quienes pasa la vida, personas a quienes
está unido por intereses comunes, y que si se declarasen independientes de su
autoridad, podrían aprovechar la
Si algún
sistema de privilegio y de servidumbre forzada ha remachado el yugo sobre el cuello
que hace doblar, es éste del dominio viril.
Hubo un
tiempo en que las mentes más innovadoras juzgaban natural la división de la
especie humana en dos secciones; una muy reducida, compuesta de amos, otra muy
numerosa, compuesta de esclavos; y este pensaban que era el único estado
natural de la raza.
Pensó que
había en la humanidad diferentes categorías de hombres, los unos libres, los
otros esclavos; que los griegos eran de naturaleza libre, y las razas bárbaras,
los tracios y los asiáticos, de naturaleza esclava a nativitate.
Desde las
más remotas edades, la ley de la fuerza ha parecido siempre, a los que no
tenían otra que invocar, fundamento propio de la autoridad y del mando.
La
subordinación de la mujer al hombre es una costumbre universal, viejísima:
cualquier derogación de esta costumbre parece, claro está, contra natura.
Los griegos
no consideraban la independencia de la mujer tan contraria a la naturaleza como
los demás pueblos antiguos, a causa de la fábula de las Amazonas, que creían
histórica,
Pero —se me
dirá— la dominación del hombre sobre la mujer difiere de los demás géneros de
dominación, en que el dominador no emplea la fuerza; es un señorío
voluntariamente aceptado: las mujeres no se quejan, y de buen grado se someten.
Todas las
condiciones sociales y naturales concurren para hacer casi imposible una
rebelión general de la mujer contra el poder del hombre.
Los hombres
no se contentan con la obediencia de la mujer: se abrogan un derecho posesorio
absoluto sobre sus sentimientos.
Los amos de
las mujeres exigen más que obediencia: así han adulterado, en bien de su
propósito, la índole de la educación de la mujer, que se educa, desde la niñez,
en la creencia de que el ideal de su carácter es absolutamente contrario al del
hombre; se la enseña a no tener iniciativa, a no conducirse según su voluntad
consciente, sino a someterse y ceder a la voluntad del dueño.
¿Cuál es, en
realidad, el carácter peculiar del mundo moderno? ¿Qué es lo que más distingue
las instituciones, las ideas sociales, la vida de los tiempos modernos, de la
de los pasados y caducos? Que el hombre ya no nace en el puesto que ha de
ocupar durante su vida; que no está encadenado por ningún lazo indisoluble,
sino que es libre para emplear sus facultades y aprovechar las circunstancias
en labrarse la suerte que considere más grata y digna.
En la
actualidad, en los países más adelantados, las incapacidades de la mujer son,
con levísimas excepciones, el único caso en que las leyes y las instituciones
estigmatizan a un individuo al punto de nacer, y decretan que no estará nunca,
durante toda su vida, autorizado para alcanzar ciertas posiciones.
Ya he dicho
que la dignidad real es una excepción; pero todo el mundo está penetrado de que
esta excepción es una anomalía en el mundo moderno, que se opone a sus
costumbres y a sus principios,
Si se
hubiesen encontrado sociedades compuestas de hombres sin mujeres, o de mujeres
sin hombres, o de hombres y mujeres sin que éstas estuviesen sujetas a los
hombres, podría saberse algo positivo acerca de las diferencias intelectuales o
morales que puede haber en la constitución de ambos sexos.
Lo que se
llama hoy la naturaleza de la mujer, es un producto eminentemente artificial;
es el fruto de una compresión forzada en un sentido, y de una excitación
preternatural en otro.
Y todavía
juzgo más imposible llegar a conocer a una mujer sometida a la autoridad
conyugal, a quien hemos enseñado que su deber consiste en subordinarlo todo al
bienestar y al placer de su marido y a no dejarle ver ni sentir en su casa más
que lo agradable y halagüeño.
Fue ayer,
como quien dice, cuando las mujeres adquirieron por su talento literario o por
consentimiento de la sociedad, el derecho de dirigirse al público.
«El hombre
puede desafiar la opinión; la mujer debe someterse a ella».
La mayor
parte de lo que las mujeres escriben es pura adulación para los hombres. Si la
que escribe no está casada, diríase que escribe para encontrar marido.
Bastantes mujeres, casadas o no, van más allá, y propalan, en favor de la
esclavitud de su sexo, ideas tan serviles, que no dijera tanto ningún hombre,
ni el más vulgar y estólido.
Al principio
se apresaba a las mujeres por fuerza, o el padre las vendía al marido.
Una vez
casado, el hombre tenía en otro tiempo (antes del cristianismo), derecho de
vida y muerte sobre su mujer. Esta no podía invocar la ley contra él;
En las
antiguas leyes de Inglaterra, el marido se titulaba señor de su mujer, era
literalmente su soberano, de modo que el asesinato de un hombre, cometido por
su mujer, se llamaba traición y se imponía a la culpable la pena de ser quemada
viva.
En la ley
romana, por ejemplo, el esclavo podía tener un pequeño peculio suyo, para su
uso exclusivo, defendido hasta cierto punto por la ley.
es preciso
que la renta pase por manos de la esposa; pero si el marido se la arranca con
la violencia, no incurre en ninguna pena, y no se le puede obligar a la
devolución
El marido y
la mujer no forman más que una persona legal, lo cual significa que todo lo de
ella es de él, pero no que todo lo de él es de ella;
Es raro que
un esclavo, a menos de estar unido a la persona de su amo, sea esclavo a toda
hora y a cada minuto; en general tiene el esclavo, como el soldado, su tarea o
su tiempo de obedecer; cumplida esa tarea, dispone, hasta cierto punto, de su
tiempo, hace vida de familia, en la cual rara vez se mezcla el amo.
Según la
ley, los hijos son del marido; él sólo tiene sobre ellos derechos legales; ella
no puede nada sin autorización del marido; y aun después de la muerte de éste,
la mujer no es custodio legal de sus hijos, a menos que el marido expresamente
la encargue de ello.
ahora me
limito a indicar que, para quien no tiene más destino que la servidumbre, no
hay otro medio de atenuar el rigor de ésta —y es medio insuficiente aún— que el
derecho de escoger y desechar libremente el amo.
Si la vida
conyugal fuese todo lo que puede ser desde el punto de vista legal, la sociedad
sería un infierno en la tierra.
Pero las
leyes se hacen porque existen también hombres malos.
El malhechor
más vil tiene una miserable mujer, y contra ella puede permitirse todas las
atrocidades, excepto el asesinato, y aun si es diestro puede hacerla perecer
sin miedo a la sanción penal.
la idea de
que la ley se la entrega como cosa, para usar de ella a discreción, sin
obligación de respetarla como a los demás individuos.
Los hombres
más vulgares reservan el lado violento y cócora de su carácter abiertamente
egoísta para los que no tienen poder bastante a resistirlos.
El poder que
tiene la mujer de hacerse desagradable, da por resultado el de establecer una
contra-tiranía y causar víctimas en el otro sexo, sobre todo en los maridos
menos inclinados a erigirse en tiranos.
La educación
moral de la sociedad se hizo hasta hoy por la ley de la fuerza, y no se ha
adoptado sino para las relaciones por la fuerza creadas. En los estados
sociales menos adelantados
La moral de
los primeros siglos descansaba en la obligación de someterse a la fuerza; más
tarde descansó sobre el derecho del débil a la protección y a la tolerancia del
fuerte.
Siempre
ocurre que la humanidad no prevé sus propios cambios, no nota que sus
sentimientos se derivan del pasado, y no del porvenir. Ver el porvenir ha sido
siempre privilegio del hombre superior, o de sus adeptos; sentir como las
gentes futuras, es la gloria y el tormento de un corto número de escogidos.
Nos cuentan
que San Pablo dijo: «Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos». También dijo a
los esclavos: «Obedeced a vuestros amos».
Hay que
suponer que las mujeres son aptas para esta elección, puesto que la ley les
concede derecho electoral en el caso más grave para ellas. La ley permite a la
mujer que escoja el hombre que debe gobernarla hasta el fin de su vida, y
siempre supone que esta elección se ha hecho voluntariamente.
Eliminemos
desde luego toda consideración psicológica que tire a probar que las supuestas
diferencias mentales entre el hombre y la mujer no son sino efecto natural de
diferencias de educación, y, lejos de indicar una inferioridad radical, prueban
que en su naturaleza no existe ninguna fundamental diferencia.
prueba
positiva no admite réplica. No cabe deducir que ninguna mujer podrá jamás ser
un Homero, un Aristóteles, un Miguel Ángel o un Beethoven, por la razón de que
ninguna mujer haya producido hasta el día obras maestras comparables a las de
esos poderosos genios, en los géneros en que brillaron.
La historia
inscribe en sus anales corto número de reinas en comparación con el de reyes; y
aún dentro de este corto número, la proporción de las mujeres que han mostrado
genio para gobernar es mucho mayor que el del hombre, aun cuando muchas reinas
han ocupado el trono en circunstancias bien difíciles.
Consideremos
las facultades intelectuales que suelen caracterizar a las mujeres de gran
talento: son facultades propias para la práctica, y en la práctica se cifran.
las únicas
mujeres adornadas con los conocimientos propios para generalizar ideas, son las
que se han instruido a sí mismas, las autodidactas),
preguntemos
si a los hombres de temperamento nervioso se les considera incapacitados para
las funciones y ocupaciones que suelen desempeñar en sociedad los individuos de
su sexo.
No veo
sombra de razón para dudar que la mujer se igualaría al hombre, si su educación
tendiese a corregir las flaquezas de su temperamento en lugar de agravarlas,
como sucede en el día.
Todavía no se
ha probado que el cerebro de la hembra sea más pequeño que el del varón.
Los
ingleses, más que otra nación, obran y sienten por regla, patrón y compás.
Aspasia no
ha dejado escritos filosóficos; pero se sabe que Sócrates recibió de ella
lecciones muy provechosas.
Cuando la
mujer haya acumulado la suma de conocimientos que necesita el hombre para
sobresalir en un terreno original, será ocasión de juzgar por experiencia si
puede o no ser original la mujer.
Toda mujer
que escribe es discípula de grandes escritores del otro sexo.
En la
actualidad hay pocas mujeres, muy pocas, que pinten por oficio, y las que lo
realizan comienzan a mostrar tanto talento como los émulos varones.
Sí; el
tocador como deber se traga gran parte del tiempo y del vigor mental que la
mujer pudiera reservar para otros usos[4].
la mujer,
sea por causas artificiales, sea por naturaleza, siente rara vez el ansia de
celebridad.
mientras a
la mujer no sólo toda ambición le está vedada, sino que el deseo de fama se
toma en la mujer por descaro y osadía.
Las mujeres
son hoy los únicos seres humanos en quienes la sublevación contra las leyes
establecidas se mira mal, se juzga subversiva y reprobable, como en otro tiempo
el que un súbdito practicase el derecho de insurrección contra su rey.
La ley de la
servidumbre en el matrimonio es una monstruosa contradicción, un mentís a todos
los principios fundamentales de la sociedad moderna y a toda la experiencia en
que se apoyó para deducirlos y aplicarlos.
Toda persona
realmente ilustrada comprende los efectos corruptores del despotismo.
la
servidumbre, que es madre de lo que llamamos galantería.
La relación
del marido con la mujer se parece mucho a la del señor con sus vasallos; sólo
que la mujer está obligada a mayor obediencia todavía para con su marido, de lo
que nunca estuvo el vasallo con el señor feudal.
Gran parte
está dedicada, y seguirá estándolo, al gobierno de la casa y a algunas
ocupaciones más, que ya son accesibles a la mujer; el resto se beneficia
indirectamente, en mucha parte en forma de influencia personal de una mujer
sobre un hombre.
La
influencia de las madres en la formación del carácter de sus hijos y el deseo
de los muchachos de lucirse ante las mocitas, han ejercido en todas partes, y
desde que hay memoria, acción fortísima sobre el carácter masculino,
apresurando los más trascendentales progresos de la civilización.
Las mujeres
concurrieron poderosamente a difundir entre los conquistadores bárbaros la
religión cristiana, religión mucho más favorable a la mujer que todas cuantas
la habían precedido.
los
verdaderos fundamentos de la vida moral en los tiempos modernos, son o deben
ser la justicia y la prudencia; el respeto de cada uno al derecho de todos, y
la aptitud de cada cual para mirar por sí y bandeárselas.
los
principios que se enseñan a la mujer son en su mayor parte negativos; prohíben
esto, aquello o lo de más allá, pero no se meten en imprimir dirección general
a los pensamientos y a las acciones de la mujer.
Una mujer
nacida en la actual situación femenina y que no aspira a más, ¿cómo ha de poder
estimar el valor moral de la independencia? Ni es independiente ni aprendió a
serlo; su destino es esperarlo todo de los demás;
¡Quien posee
mujer e hijos, ha dado rehenes a la opinión del mundo! La aprobación de la
muchedumbre puede ser indiferente al hombre honrado, pero a la mujer le importa
muchísimo.
Merced a la
educación que recibe la mujer, rara vez pueden los cónyuges unirse en simpatía
real de gustos y deseos en las cuestiones diarias.
cuando uno
de los esposos es inferior al otro en capacidad mental y en educación, y el
superior no trata de elevar hasta sí al compañero, la influencia total de la
unión íntima es funesta al desarrollo del superior, y tanto más funesta cuanto
más se aman y más confunden sus existencias los cónyuges.
Así es que
el marido deseoso de comunión intelectual, encuentra, para satisfacerse, una
comunión en que no aprende nada; una compañía que no perfecciona, que no
estimula, ocupa el lugar de la que tendría que buscar si viviese solo: la
sociedad de sus iguales por la inteligencia a por la elevación de miras.
Mujer que no
impulsa a su marido hacia delante, le estaciona o le echa atrás.
La
regeneración moral del género humano no empezará realmente hasta que la
relación social más fundamental se someta al régimen de la igualdad,
la libertad
es la aspiración perpetua y el bien supremo de la naturaleza humana.
El deseo del
poder y el amor de la libertad, están en perpetuo antagonismo.
Para estas
mujeres y para aquellas que languidecen toda su vida en la penosa convicción de
una educación frustrada y de una actividad que no ha podido manifestarse y
tener condigno empleo, no hay otro recurso en los últimos años sino la religión
y la beneficencia.
Con unos
ocho años ya había leído las fábulas de Esopo, la Anábasis de Jenofonte y las
Historias de Heródoto en su idioma original; y también conocía ya a Luciano,
Diógenes, Isócrates y seis diálogos de Platón.
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