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viernes, 15 de mayo de 2020

El varón domado - Esther Vilar




Esther Vilar es una mujer que no comprendo del todo. Es inteligente, culta, tiene un esposo e hijos. Estudió sociología y maneja varios idiomas. No sé si dentro de su estudio, observó erróneamente a las mujeres, si falseó sus datos de investigación - Porque para un libro como este, debe existir una - o si tiene un poco de razón en sus postulados.


La vi enfrentarse tranquilamente a una feminista, y como la segunda perdía los estribos frente a las cifras e ideas de la primera (video al final). Es una mujer muy interesante, de hecho, a pesar de todas sus ideas alocadas, me cae bien. En fin, el libro, prácticamente, es un compendio antifeminista. Dice que no existe la mujer que quiera desencadenarse del hombre, que no hay tal lucha, vamos que ni siquiera hay fundamento. Las mujeres están así por gusto, porque son flojas y estúpidas, por ello dependen del hombre. El “varón domado” desde la infancia por la mujer (es la que le ha metido hasta las ideas machistas), y toda la vida. El hombre se siente feliz si trabaja para su familia, es feliz de ver a su esposa dedicada al hogar.

La mujer, es en sí un hombre (ser humano) parásito, que depende mayormente de un hombre, a quien manipula para que trabaje para ella, mientras se dedica al cuidado de los hijos y del hogar. Ese trabajo de “ama de casa” es solo un engaño, que la mujer fácilmente termina su trabajo en muy poco tiempo y el resto lo pasa en la flojera o, haciendo cosas banales.

Existen mujeres que estudian porque eso les puede dar posibilidad de obtener un mejor matrimonio, con un esposo que tenga un título y, por tanto, su estatus cambie completamente. También existen las mujeres feas, que, no consiguiendo marido, tiene que trabajar para mantenerse a sí misma (las juristas, escritoras, etc., a las que las mujeres de casa contemplan y comentan con el marido, que ellas podrían estar ahí y qué lo han sacrificado todo por sus hijos) y, por último, la mujer emancipada, que es la que trabaja, y sin embargo es madre y esposa. Esta última quiere tener todas las mieles de la vida, pues no ha renunciado a nada, se siente importante y critica a las amas de casa, a quienes utiliza para que cuiden de sus hijos. El varón que ha crecido toda la vida con la idea de mantener a su familia, se ve en problemas porque la mujer emancipada le exige ser más que ella.

Por otro lado. Es interesante su perspectiva del movimiento feminista en Estados Unidos.


Es una pena, que por no pensar igual que las demás mujeres, haya sigo maltratada y la hayan llevado a decir que se arrepiente de haber publicado sus libros, más no de su pensamiento (ella sigue al pie del cañón).

Léanlo, la verdad está interesante. Maneja hasta teorías y autores filosóficos.

Frases:

Frases:

La mujer hace sin el menor escrúpulo que el varón trabaje para ella siempre que se presenta la ocasión.

Las mujeres hacen que los varones trabajen para ellas, piensen por ellas, carguen en su lugar con todas las responsabilidades.

Las mujeres explotan a los hombres. Y, sin embargo, los varones son robustos, inteligentes, imaginativos, mientras que las mujeres son débiles, tontas y carecen de fantasía.

El varón es un hombre o ser humano que trabaja. Con ese trabajo se alimenta a sí mismo, alimenta a su mujer y a los hijos de su mujer

(En cambio, el atuendo de la mujer no tiene bolsillos, ni de día ni de noche, porque la mujer no trabaja).

Un destino despiadado ha dispuesto que los del último grupo, los varones más pobres de la tierra, sean encima explotados por las mujeres menos atractivas del planeta.

Pero el varón no quiere ser libre.

El varón busca siempre alguien o algo a que poder esclavizarse, pues solo se siente cobijado si es esclavo. Y su elección suele recaer en la mujer.

Hemos dicho que, a diferencia del varón, la mujer es un hombre que no trabaja. Bastaría con eso para definir a la mujer

Las mujeres pueden elegir, y eso es lo que las hace tan infinitamente superiores a los varones. Cada una de ellas puede elegir entre la forma de vida de un varón y la forma de vida de una criatura de lujo tonta y parasitaria.

Lo único decisivo para ellas es el juicio de las demás mujeres, y por un comedido elogio de otra mujer renuncian gustosamente a todos los torpes cumplidos de sus amantes, que no pueden ser sino diletantismo.

Dicho de otro modo: una mujer nunca querrá impresionar a un varón más que en la medida necesaria para que se quede con ella y la alimente (desde luego que en el sentido más amplio de esa palabra). Todo lo que, por encima de eso, invierte en sí misma apunta a las demás mujeres: la mujer no atribuye al hombre más valor que el de su función alimenticia.


Como un varón no abandona nunca a una mujer más que por otra mujer, y jamás para ser libre, la mujer no tiene motivo alguno para envidiarle, y aún menos para ponerse celosa.

Atractivo que la mujer, por ejemplo. Pues el varón tiene dos excelencias respecto de la mujer: es hermoso y es inteligente.

El varón cree que la mujer es hermosa porque esta misma se gusta. Y le agradece que le permita encontrarla hermosa.

La momia pueril no desencadenará más sueños eróticos. Y así podría creerse que se acabó su poder.

Que por medio de los niños que han dado a luz pueden seguir fingiendo indefensión;

Los managers del mundo financiero y del espectáculo sustituyen sistemáticamente con otras más jóvenes sus mujeres que ya han cumplido el servicio marital. Y como las despiden con buenas indemnizaciones, a nadie le parece mal, ni siquiera a la interesada (que se alegra, probablemente, de perder de vista a aquel varón en condiciones tan lucrativas).

A diferencia de la mujer, el varón es hermoso, porque, a diferencia de la mujer, es un ser espiritual.

La mujer no se interesa en principio más que por cosas que puede aprovechar directa y útilmente para sí misma.

La curiosidad del varón es universal. No hay en principio nada que no le interese,

Solo los oprimidos pueden desarrollar en sí mismos la necesidad de libertad.

Empieza a sentir nostalgia de las rígidas reglas de su infancia, nostalgia de alguien que le diga lo que debe hacer y lo que no debe hacer, dando de nuevo sentido a sus acciones, que ahora carecen de él

La mujer le independiza de los dioses colectivos, que el varón tendría que compartir con los demás varones. Le parece sumamente digna de confianza, puesto que tiene gran parecido con su madre, Dios de su infancia.

Ya el hecho de que el varón esté acostumbrado desde el principio a tener cerca de sí una mujer, a sentir como «normal» su presencia y como «anormal» su ausencia, bastaría para hacerlo más tarde dependiente de la mujer en alguna medida.

Lo importante para ella es educar sin más al varón para el trabajo y para que ponga a su disposición todos los frutos de ese trabajo.

Tiene tanto éxito en este proceso de doma que al final el varón identifica todo valor con la utilidad para la mujer, y no se encuentra a gusto más que si él mismo es valioso en ese sentido, o sea, si produce algo valioso para la mujer.

El elogio: es un método que se puede empezar a utilizar muy pronto y que conserva su eficacia completa hasta una edad avanzada del sujeto

Y a medida que avanza el proceso de educación la niña es educada para explotadora y el muchacho para objeto de explotación.

La mujer diría —si entendiera estas palabras— que el varón es una especie de robot consciente capaz de autoprogramarse (y,

¡Como que ha sido ella la que lo ha escenificado todo, para no tener luego sino que esperar a que le ofrezcan el papel!

Adicción al elogio.

Otro método importante es la autohumillación de la mujer.

Conjuro pedagógico femenino dice con toda sencillez: el trabajo es varonil y el ocio es mujeril.

Tratándose, por ejemplo, de una familia de cuatro personas, y contando con las máquinas que el varón ha inventado para ello, el trabajo doméstico se liquida sin esfuerzo en dos horas matutinas. Todo lo demás que hacen las mujeres es superfluo, les sirve para divertirse y para mantener los estúpidos símbolos de status de su banda (visillos calados o bordados, matas de flores, brillo con abrasivos): llamar a eso trabajo es una impúdica mentira interesada.

El varón se siente desgraciado e inútil cuando tiene que realizar «faena de mujeres».

Los «buenos modales» no son formas de condicionamiento arraigadas en la psique profunda, como las demás operaciones de amaestramiento.

El aspecto más frívolo de los «buenos modales» consiste en que imponen al varón el papel de protector.

Cualquier estadística sobre expectativas de vida enseña que las mujeres son más longevas que los varones.

Las glándulas lacrimales son pequeños recipientes que, al igual que la vejiga de la orina, se pueden educar de modo que obedezcan a la voluntad.

(«¡Los chicos no lloran!; ¡Tú no eres una niña!»). Esta doma no se practica con la niña, la cual aprende muy pronto a aprovechar en su favor esa circunstancia.

Varón, que no llora más que cuando sufre una desgracia grande (por ejemplo, si se muere su mujer), tiene que creerse que el dolor que experimenta su mujer al romper en llanto —por ejemplo, por causa de la obligada renuncia a una fiesta— es tan intenso como el suyo cuando llora.

Es una ironía que los varones desprecien precisamente a las prostitutas convencionales, las cuales se cuentan entre las pocas mujeres capaces de reconocer honradamente que se ganan la vida alquilando una determinada abertura de su cuerpo.

Para la escala de inteligencia de la mujer misma, una mujer que vende tan poco rentablemente su cuerpo es demasiado tonta

Y la idea de que las prostitutas convencionales practican una «profesión sucia» o «deshonrosa» ha sido inventada por las mujeres para aterrar a los hombres y evitar que un día estos puedan descubrir algún paralelismo.

En su encuentro con una mujer todo procede según el riguroso sistema de la oferta y la demanda que obedece a reglas fijas y no suele tolerar sorpresas.

Posiblemente no hay en la historia ocurrencia más absurda que la ilusión freudiana sobre la envidia por el pene.

Freud ha sido una víctima de la doma por autohumillación femenina a que le sometieron su madre primero, luego su mujer, y luego, probablemente, también su hija. Y así confundió causa y efecto: pues una mujer no piensa que el hombre valga más que ella: solo lo dice.

La verdad anda, presumiblemente, más o menos por en medio: las mujeres no tienen, en verdad, ninguna necesidad furiosa de satisfacción sexual (si la tuvieran, habría mucha más prostitución masculina); pero, por otra parte, tampoco les molesta el acto sexual, como muchos afirman.

Los hombres han sospechado —por lo menos— desde siempre que son ellos, propiamente, los objetos de abuso en el acto sexual; por eso han

El varón no puede tanto. Siempre fingió que su potencia sexual era infinita y que solo la inhibición de la mujer le impedía demostrarlo. Hoy no tiene más remedio que dar la cara, porque cualquier mujer se puede informar en cualquier semanario de lo que hay en materia de potencia sexual masculina.

Es, pues, absurdo el temor que tienen los varones a ser superados sexualmente, o hasta físicamente debilitados, por la reciente libertad que la mujer ha ganado con los anticonceptivos.

No era necesario que el tabú se refiriera al sexo. Habría podido ser tabú cualquier otra cosa. Las mujeres se decidieron por el sexo simplemente porque este es la alegría mayor y más pura del varón, quizás su única alegría.

La confusión y la intimidación de los niños serán más fáciles si se ocupan de esta educación varones vestidos de mujeres, por ejemplo, o que lleven cualquier otro disfraz.

No son las iglesias las que poseen ese elemento mágico, sino las mujeres. Las comunidades religiosas se han transformado hace mucho tiempo en instrumento de las mujeres, y se puede afirmar que no hacen más que lo que estas les exigen.

Niños, esclavizar a los varones y frenar el progreso. Los clérigos se ven obligados, so pena de boicot femenino, a exhibirse en ciertas solemnidades revestidos de grotescos disfraces feminoides, a cantar a gritos cantos ridículos y a contar ante auditorios a veces incluso inteligentes ciertos thrillers en contradicción con todas las concepciones teológicas modernas aprendidas en la universidad,

En otro lugar de este libro se ha hablado del placer de la ilibertad. Es el placer que conduce a la religiosidad y a la oración.

El ideal de un domador sería influir tanto en el animal que este llegara a amaestrarse por sí mismo.

Pero, desgraciadamente para él, lo hace de tal modo que los tiros le salen por la culata: la mujer alaba al varón para que este trabaje para ella; el varón elogia a la mujer para que esta se gaste el dinero ganado por

Aunque el mundo está lleno de huérfanos semihambrientos, cada matrimonio se procura su propia descendencia.

El varón que engendra hijos con una mujer le entrega unos rehenes y espera que ella le coaccione

Es difícil revelar que las mujeres no quieren a los niños y no hacen más que abusar de ellos para sus fines; pues el embarazo, el parto y el cuidado de los niños pequeños implican, ciertamente, algunas incomodidades.

Hacen falta dos o tres hijos para garantizar la seguridad material: con ellos la mujer aparece ya indefensa e imposibilitada de ganarse la vida;

Sus investigaciones les han permitido averiguar que los niños pueden desarrollar mejor sus facultades espirituales y, por lo tanto, dar luego más rendimiento si no están sometidos durante media jornada a la influencia de sus madres.

Mediante el efecto máscara. Con sus múltiples máscaras la mujer persigue un solo objetivo: conseguir que la diferencia entre ella y cualquier varón sea todo lo llamativa posible.

La mujer sorprende al varón y despierta su atención mediante la amplia escala de posibilidades trasformistas de que dispone: una mujer «de verdad» tiene cada día un aspecto un poco diferente del día anterior.

Impedir que el otro perciba el olor a cadáver que emana, por detrás de la agradable mascarada, del espíritu en putrefacción.

El caballero infiere que la incansable dedicación de la mujer a su propio cuerpo es simple exceso de celo en cumplir las exigencias masculinas, y se siente conmovido y culpable.

Como mujer de su marido, tiene siempre el mismo nivel de vida y el mismo prestigio social que este, y no tiene que hacer nada para mantener ni uno ni otro. Ya se ocupa él de eso

Menos que se considere rendimiento de la inteligencia la capacidad de una mujer de arreglarse hasta convertirse en cebo irresistible).

Pese a eso, son potencialmente ricas, porque son «hermosas».

Pues bien: resulta que todas esas mujeres «renuncian por amor a su carrera».

El caballero se propone entonces hacerle la vida a su lado todo lo agradable que sea posible, con objeto de que no tenga nunca que arrepentirse de su descomunal sacrificio juvenil.

La mujer fea (la mujer que es fea según el gusto de los hombres, porque sus caracteres sexuales secundarios se han desarrollado poco o se exhiben poco, o porque sus rasgos faciales carecen de todo baby-look) trabaja por los mismos motivos que el varón, a saber, porque si no lo hace ella, nadie lo va a hacer por ella.

La mujer emancipada se suele gastar absolutamente todo el dinero que gana en financiar sus caros disfraces, con ayuda de los cuales se pone diariamente en escena en su lugar de trabajo.

Habla con el mayor desprecio de las amas de casa. Cree que el mero hecho de realizar un trabajo que no sería indigno de un hombre hace de ella un ser inteligente.

A la mujer emancipada le parece injusto que su ascenso sea más lento que el de sus colegas masculinos, pero no por eso se mezcla en las asesinas luchas competitivas de estos.

Este hombre vive constantemente angustiado por la posibilidad de que su mujer le rebase realmente un día; ese temor no le deja en paz un instante. Los varones con los que su mujer se codea diariamente le precipitan en unos celos insensatos. Se siente superfluo, su existencia entera le parece absurda, porque cree que su mujer no le necesita.

La emancipada organiza de vez en cuando sedicentes movimientos de emancipación con objeto de subrayar su reivindicación de los «privilegios» masculinos (que son, en su sentir, los puestos, mejor pagados, de los varones, no, por ejemplo, las ventajas del servicio militar). En estas ocasiones concentra sobre sí, con gran jaleo, toda la atención pública, se pone combativas insignias en el atuendo (nuevo en cada caso) que define el look de sufragista de la temporada, pone, por ejemplo, para demostrar su interés político, velas encendidas en las ventanas del living, pellizca, a la vista de la televisión, el trasero de un albañil al pasar junto a una obra, y hace otras muchas payasadas análogas.

La mujer emancipada no procurará nunca con su dinero al marido la posibilidad de una vida mejor. No le ofrecerá fuego ni le abrirá las puertas, no contratará en favor suyo un seguro de vida ni le garantizará una renta en caso de separación. Eso no sería nada «femenino».

Norteamérica es el único lugar del mundo en el que un profesor mal pagado es un mal profesor, y un escritor sin éxito un mal escritor.

La mujer profesionalmente activa es tratada como una traidora, como una leprosa por la masa de las explotadoras, que ven amenazados sus intereses, precisamente por eso el movimiento tenía que empezar allí, no en un lugar cualquiera.

Cuando una mujer se casa y tiene un hijo, suele abandonar su empleo; cuando un varón se casa y tiene hijos, se convierte para la empresa en un trabajador todavía más dócil que antes.

El hombre es un tirano y la mujer es su víctima: cierto que los varones se sintieron halagados, pues, por causa de su doma, consideran que llamar a uno tirano es hacerle un cumplido; y aceptaron satisfechos esa definición femenina de la mujer, tan coincidente con la que ellos mismos se formulaban.

Misma Simone de Beauvoir, que con su obra de 1949 El segundo sexo tuvo la oportunidad de escribir el primer libro de verdad sobre la mujer, la perdió para ofrecer en su lugar un aplicado compendio de las ideas de Freud, de Marx, de Kant, etc., sobre la mujer. En vez de observar a las mujeres, se aprendió los libros de los varones y, como es natural, halló por todas partes muestras de discriminación antifemenina.

La ayuda que recibieron en su lucha les vino casi exclusivamente de los varones, pero como ellas viven en la monomanía de ser perseguidas por los hombres, consideraron que la disposición de estos a ceder en todo era una señal de la fuerza del movimiento femenino, y se pusieron a chillar todavía más fuerte contra los varones.

El cuento de la discriminación contra la mujer era una ficción, y es imposible poner en escena una insurrección sin contar más que con una ficción.

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