Esther Vilar
es una mujer que no comprendo del todo. Es inteligente, culta, tiene un esposo
e hijos. Estudió sociología y maneja varios idiomas. No sé si dentro de su
estudio, observó erróneamente a las mujeres, si falseó sus datos de
investigación - Porque para un libro como este, debe existir una - o si tiene
un poco de razón en sus postulados.
La vi enfrentarse tranquilamente a una feminista, y como la segunda perdía los estribos frente a las cifras e ideas de la primera (video al final). Es una mujer muy interesante, de hecho, a pesar de todas sus ideas alocadas, me cae bien. En fin, el libro, prácticamente, es un compendio antifeminista. Dice que no existe la mujer que quiera desencadenarse del hombre, que no hay tal lucha, vamos que ni siquiera hay fundamento. Las mujeres están así por gusto, porque son flojas y estúpidas, por ello dependen del hombre. El “varón domado” desde la infancia por la mujer (es la que le ha metido hasta las ideas machistas), y toda la vida. El hombre se siente feliz si trabaja para su familia, es feliz de ver a su esposa dedicada al hogar.
La mujer, es
en sí un hombre (ser humano) parásito, que depende mayormente de un hombre, a
quien manipula para que trabaje para ella, mientras se dedica al cuidado de los
hijos y del hogar. Ese trabajo de “ama de casa” es solo un engaño, que la mujer
fácilmente termina su trabajo en muy poco tiempo y el resto lo pasa en la
flojera o, haciendo cosas banales.
Existen
mujeres que estudian porque eso les puede dar posibilidad de obtener un mejor matrimonio,
con un esposo que tenga un título y, por tanto, su estatus cambie completamente.
También existen las mujeres feas, que, no consiguiendo marido, tiene que trabajar
para mantenerse a sí misma (las juristas, escritoras, etc., a las que las
mujeres de casa contemplan y comentan con el marido, que ellas podrían estar ahí
y qué lo han sacrificado todo por sus hijos) y, por último, la mujer emancipada,
que es la que trabaja, y sin embargo es madre y esposa. Esta última quiere
tener todas las mieles de la vida, pues no ha renunciado a nada, se siente
importante y critica a las amas de casa, a quienes utiliza para que cuiden de
sus hijos. El varón que ha crecido toda la vida con la idea de mantener a su
familia, se ve en problemas porque la mujer emancipada le exige ser más que
ella.
Por otro lado. Es interesante su perspectiva del movimiento feminista en Estados Unidos.
Es una pena, que por no pensar igual que las demás mujeres, haya sigo maltratada y la hayan llevado a decir que se arrepiente de haber publicado sus libros, más no de su pensamiento (ella sigue al pie del cañón).
Léanlo, la verdad está interesante. Maneja hasta teorías y autores filosóficos.
Frases:
Frases:
La mujer hace sin el menor escrúpulo
que el varón trabaje para ella siempre que se presenta la ocasión.
Las mujeres hacen que los varones
trabajen para ellas, piensen por ellas, carguen en su lugar con todas las
responsabilidades.
Las mujeres explotan a los hombres.
Y, sin embargo, los varones son robustos, inteligentes, imaginativos, mientras
que las mujeres son débiles, tontas y carecen de fantasía.
El varón es un hombre o ser humano
que trabaja. Con ese trabajo se alimenta a sí mismo, alimenta a su mujer y a
los hijos de su mujer
(En cambio, el atuendo de la mujer no
tiene bolsillos, ni de día ni de noche, porque la mujer no trabaja).
Un destino despiadado ha dispuesto
que los del último grupo, los varones más pobres de la tierra, sean encima
explotados por las mujeres menos atractivas del planeta.
Pero el varón no quiere ser libre.
El varón busca siempre alguien o algo
a que poder esclavizarse, pues solo se siente cobijado si es esclavo. Y su
elección suele recaer en la mujer.
Hemos dicho que, a diferencia del
varón, la mujer es un hombre que no trabaja. Bastaría con eso para definir a la
mujer
Las mujeres pueden elegir, y eso es
lo que las hace tan infinitamente superiores a los varones. Cada una de ellas
puede elegir entre la forma de vida de un varón y la forma de vida de una
criatura de lujo tonta y parasitaria.
Lo único decisivo para ellas es el
juicio de las demás mujeres, y por un comedido elogio de otra mujer renuncian
gustosamente a todos los torpes cumplidos de sus amantes, que no pueden ser
sino diletantismo.
Dicho de otro modo: una mujer nunca
querrá impresionar a un varón más que en la medida necesaria para que se quede
con ella y la alimente (desde luego que en el sentido más amplio de esa
palabra). Todo lo que, por encima de eso, invierte en sí misma apunta a las
demás mujeres: la mujer no atribuye al hombre más valor que el de su función
alimenticia.
Como un varón no abandona nunca a una
mujer más que por otra mujer, y jamás para ser libre, la mujer no tiene motivo
alguno para envidiarle, y aún menos para ponerse celosa.
Atractivo que la mujer, por ejemplo.
Pues el varón tiene dos excelencias respecto de la mujer: es hermoso y es
inteligente.
El varón cree que la mujer es hermosa
porque esta misma se gusta. Y le agradece que le permita encontrarla hermosa.
La momia pueril no desencadenará más
sueños eróticos. Y así podría creerse que se acabó su poder.
Que por medio de los niños que han
dado a luz pueden seguir fingiendo indefensión;
Los managers del mundo financiero y
del espectáculo sustituyen sistemáticamente con otras más jóvenes sus mujeres
que ya han cumplido el servicio marital. Y como las despiden con buenas
indemnizaciones, a nadie le parece mal, ni siquiera a la interesada (que se
alegra, probablemente, de perder de vista a aquel varón en condiciones tan
lucrativas).
A diferencia de la mujer, el varón es
hermoso, porque, a diferencia de la mujer, es un ser espiritual.
La mujer no se interesa en principio
más que por cosas que puede aprovechar directa y útilmente para sí misma.
La curiosidad del varón es universal.
No hay en principio nada que no le interese,
Solo los oprimidos pueden desarrollar
en sí mismos la necesidad de libertad.
Empieza a sentir nostalgia de las
rígidas reglas de su infancia, nostalgia de alguien que le diga lo que debe
hacer y lo que no debe hacer, dando de nuevo sentido a sus acciones, que ahora
carecen de él
La mujer le independiza de los dioses
colectivos, que el varón tendría que compartir con los demás varones. Le parece
sumamente digna de confianza, puesto que tiene gran parecido con su madre, Dios
de su infancia.
Ya el hecho de que el varón esté
acostumbrado desde el principio a tener cerca de sí una mujer, a sentir como
«normal» su presencia y como «anormal» su ausencia, bastaría para hacerlo más
tarde dependiente de la mujer en alguna medida.
Lo importante para ella es educar sin
más al varón para el trabajo y para que ponga a su disposición todos los frutos
de ese trabajo.
Tiene tanto éxito en este proceso de
doma que al final el varón identifica todo valor con la utilidad para la mujer,
y no se encuentra a gusto más que si él mismo es valioso en ese sentido, o sea,
si produce algo valioso para la mujer.
El elogio: es un método que se puede
empezar a utilizar muy pronto y que conserva su eficacia completa hasta una
edad avanzada del sujeto
Y a medida que avanza el proceso de
educación la niña es educada para explotadora y el muchacho para objeto de
explotación.
La mujer diría —si entendiera estas
palabras— que el varón es una especie de robot consciente capaz de
autoprogramarse (y,
¡Como que ha sido ella la que lo ha
escenificado todo, para no tener luego sino que esperar a que le ofrezcan el
papel!
Adicción al elogio.
Otro método importante es la
autohumillación de la mujer.
Conjuro pedagógico femenino dice con
toda sencillez: el trabajo es varonil y el ocio es mujeril.
Tratándose, por ejemplo, de una
familia de cuatro personas, y contando con las máquinas que el varón ha
inventado para ello, el trabajo doméstico se liquida sin esfuerzo en dos horas
matutinas. Todo lo demás que hacen las mujeres es superfluo, les sirve para
divertirse y para mantener los estúpidos símbolos de status de su banda
(visillos calados o bordados, matas de flores, brillo con abrasivos): llamar a
eso trabajo es una impúdica mentira interesada.
El varón se siente desgraciado e
inútil cuando tiene que realizar «faena de mujeres».
Los «buenos modales» no son formas de
condicionamiento arraigadas en la psique profunda, como las demás operaciones
de amaestramiento.
El aspecto más frívolo de los «buenos
modales» consiste en que imponen al varón el papel de protector.
Cualquier estadística sobre
expectativas de vida enseña que las mujeres son más longevas que los varones.
Las glándulas lacrimales son pequeños
recipientes que, al igual que la vejiga de la orina, se pueden educar de modo
que obedezcan a la voluntad.
(«¡Los chicos no lloran!; ¡Tú no eres
una niña!»). Esta doma no se practica con la niña, la cual aprende muy pronto a
aprovechar en su favor esa circunstancia.
Varón, que no llora más que cuando
sufre una desgracia grande (por ejemplo, si se muere su mujer), tiene que
creerse que el dolor que experimenta su mujer al romper en llanto —por ejemplo,
por causa de la obligada renuncia a una fiesta— es tan intenso como el suyo
cuando llora.
Es una ironía que los varones
desprecien precisamente a las prostitutas convencionales, las cuales se cuentan
entre las pocas mujeres capaces de reconocer honradamente que se ganan la vida
alquilando una determinada abertura de su cuerpo.
Para la escala de inteligencia de la
mujer misma, una mujer que vende tan poco rentablemente su cuerpo es demasiado
tonta
Y la idea de que las prostitutas
convencionales practican una «profesión sucia» o «deshonrosa» ha sido inventada
por las mujeres para aterrar a los hombres y evitar que un día estos puedan
descubrir algún paralelismo.
En su encuentro con una mujer todo
procede según el riguroso sistema de la oferta y la demanda que obedece a
reglas fijas y no suele tolerar sorpresas.
Posiblemente no hay en la historia
ocurrencia más absurda que la ilusión freudiana sobre la envidia por el pene.
Freud ha sido una víctima de la doma
por autohumillación femenina a que le sometieron su madre primero, luego su
mujer, y luego, probablemente, también su hija. Y así confundió causa y efecto:
pues una mujer no piensa que el hombre valga más que ella: solo lo dice.
La verdad anda, presumiblemente, más
o menos por en medio: las mujeres no tienen, en verdad, ninguna necesidad
furiosa de satisfacción sexual (si la tuvieran, habría mucha más prostitución
masculina); pero, por otra parte, tampoco les molesta el acto sexual, como
muchos afirman.
Los hombres han sospechado —por lo
menos— desde siempre que son ellos, propiamente, los objetos de abuso en el
acto sexual; por eso han
El varón no puede tanto. Siempre
fingió que su potencia sexual era infinita y que solo la inhibición de la mujer
le impedía demostrarlo. Hoy no tiene más remedio que dar la cara, porque
cualquier mujer se puede informar en cualquier semanario de lo que hay en
materia de potencia sexual masculina.
Es, pues, absurdo el temor que tienen
los varones a ser superados sexualmente, o hasta físicamente debilitados, por
la reciente libertad que la mujer ha ganado con los anticonceptivos.
No era necesario que el tabú se
refiriera al sexo. Habría podido ser tabú cualquier otra cosa. Las mujeres se
decidieron por el sexo simplemente porque este es la alegría mayor y más pura
del varón, quizás su única alegría.
La confusión y la intimidación de los
niños serán más fáciles si se ocupan de esta educación varones vestidos de
mujeres, por ejemplo, o que lleven cualquier otro disfraz.
No son las iglesias las que poseen
ese elemento mágico, sino las mujeres. Las comunidades religiosas se han
transformado hace mucho tiempo en instrumento de las mujeres, y se puede
afirmar que no hacen más que lo que estas les exigen.
Niños, esclavizar a los varones y
frenar el progreso. Los clérigos se ven obligados, so pena de boicot femenino,
a exhibirse en ciertas solemnidades revestidos de grotescos disfraces
feminoides, a cantar a gritos cantos ridículos y a contar ante auditorios a
veces incluso inteligentes ciertos thrillers en contradicción con todas las
concepciones teológicas modernas aprendidas en la universidad,
En otro lugar de este libro se ha
hablado del placer de la ilibertad. Es el placer que conduce a la religiosidad
y a la oración.
El ideal de un domador sería influir
tanto en el animal que este llegara a amaestrarse por sí mismo.
Pero, desgraciadamente para él, lo
hace de tal modo que los tiros le salen por la culata: la mujer alaba al varón
para que este trabaje para ella; el varón elogia a la mujer para que esta se
gaste el dinero ganado por
Aunque el mundo está lleno de
huérfanos semihambrientos, cada matrimonio se procura su propia descendencia.
El varón que engendra hijos con una
mujer le entrega unos rehenes y espera que ella le coaccione
Es difícil revelar que las mujeres no
quieren a los niños y no hacen más que abusar de ellos para sus fines; pues el
embarazo, el parto y el cuidado de los niños pequeños implican, ciertamente,
algunas incomodidades.
Hacen falta dos o tres hijos para
garantizar la seguridad material: con ellos la mujer aparece ya indefensa e
imposibilitada de ganarse la vida;
Sus investigaciones les han permitido
averiguar que los niños pueden desarrollar mejor sus facultades espirituales y,
por lo tanto, dar luego más rendimiento si no están sometidos durante media
jornada a la influencia de sus madres.
Mediante el efecto máscara. Con sus
múltiples máscaras la mujer persigue un solo objetivo: conseguir que la
diferencia entre ella y cualquier varón sea todo lo llamativa posible.
La mujer sorprende al varón y
despierta su atención mediante la amplia escala de posibilidades trasformistas
de que dispone: una mujer «de verdad» tiene cada día un aspecto un poco diferente
del día anterior.
Impedir que el otro perciba el olor a
cadáver que emana, por detrás de la agradable mascarada, del espíritu en
putrefacción.
El caballero infiere que la
incansable dedicación de la mujer a su propio cuerpo es simple exceso de celo
en cumplir las exigencias masculinas, y se siente conmovido y culpable.
Como mujer de su marido, tiene
siempre el mismo nivel de vida y el mismo prestigio social que este, y no tiene
que hacer nada para mantener ni uno ni otro. Ya se ocupa él de eso
Menos que se considere rendimiento de
la inteligencia la capacidad de una mujer de arreglarse hasta convertirse en
cebo irresistible).
Pese a eso, son potencialmente ricas,
porque son «hermosas».
Pues bien: resulta que todas esas
mujeres «renuncian por amor a su carrera».
El caballero se propone entonces
hacerle la vida a su lado todo lo agradable que sea posible, con objeto de que
no tenga nunca que arrepentirse de su descomunal sacrificio juvenil.
La mujer fea (la mujer que es fea
según el gusto de los hombres, porque sus caracteres sexuales secundarios se
han desarrollado poco o se exhiben poco, o porque sus rasgos faciales carecen
de todo baby-look) trabaja por los mismos motivos que el varón, a saber, porque
si no lo hace ella, nadie lo va a hacer por ella.
La mujer emancipada se suele gastar
absolutamente todo el dinero que gana en financiar sus caros disfraces, con
ayuda de los cuales se pone diariamente en escena en su lugar de trabajo.
Habla con el mayor desprecio de las
amas de casa. Cree que el mero hecho de realizar un trabajo que no sería
indigno de un hombre hace de ella un ser inteligente.
A la mujer emancipada le parece
injusto que su ascenso sea más lento que el de sus colegas masculinos, pero no
por eso se mezcla en las asesinas luchas competitivas de estos.
Este hombre vive constantemente
angustiado por la posibilidad de que su mujer le rebase realmente un día; ese
temor no le deja en paz un instante. Los varones con los que su mujer se codea
diariamente le precipitan en unos celos insensatos. Se siente superfluo, su
existencia entera le parece absurda, porque cree que su mujer no le necesita.
La emancipada organiza de vez en
cuando sedicentes movimientos de emancipación con objeto de subrayar su
reivindicación de los «privilegios» masculinos (que son, en su sentir, los
puestos, mejor pagados, de los varones, no, por ejemplo, las ventajas del
servicio militar). En estas ocasiones concentra sobre sí, con gran jaleo, toda
la atención pública, se pone combativas insignias en el atuendo (nuevo en cada
caso) que define el look de sufragista de la temporada, pone, por ejemplo, para
demostrar su interés político, velas encendidas en las ventanas del living,
pellizca, a la vista de la televisión, el trasero de un albañil al pasar junto
a una obra, y hace otras muchas payasadas análogas.
La mujer emancipada no procurará
nunca con su dinero al marido la posibilidad de una vida mejor. No le ofrecerá
fuego ni le abrirá las puertas, no contratará en favor suyo un seguro de vida
ni le garantizará una renta en caso de separación. Eso no sería nada
«femenino».
Norteamérica es el único lugar del
mundo en el que un profesor mal pagado es un mal profesor, y un escritor sin
éxito un mal escritor.
La mujer profesionalmente activa es
tratada como una traidora, como una leprosa por la masa de las explotadoras,
que ven amenazados sus intereses, precisamente por eso el movimiento tenía que
empezar allí, no en un lugar cualquiera.
Cuando una mujer se casa y tiene un
hijo, suele abandonar su empleo; cuando un varón se casa y tiene hijos, se
convierte para la empresa en un trabajador todavía más dócil que antes.
El hombre es un tirano y la mujer es
su víctima: cierto que los varones se sintieron halagados, pues, por causa de
su doma, consideran que llamar a uno tirano es hacerle un cumplido; y aceptaron
satisfechos esa definición femenina de la mujer, tan coincidente con la que
ellos mismos se formulaban.
Misma Simone de Beauvoir, que con su
obra de 1949 El segundo sexo tuvo la oportunidad de escribir el primer libro de
verdad sobre la mujer, la perdió para ofrecer en su lugar un aplicado compendio
de las ideas de Freud, de Marx, de Kant, etc., sobre la mujer. En vez de
observar a las mujeres, se aprendió los libros de los varones y, como es
natural, halló por todas partes muestras de discriminación antifemenina.
La ayuda que recibieron en su lucha
les vino casi exclusivamente de los varones, pero como ellas viven en la
monomanía de ser perseguidas por los hombres, consideraron que la disposición
de estos a ceder en todo era una señal de la fuerza del movimiento femenino, y
se pusieron a chillar todavía más fuerte contra los varones.
El cuento de la discriminación contra
la mujer era una ficción, y es imposible poner en escena una insurrección sin
contar más que con una ficción.
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